domingo, 11 de septiembre de 2011

El hombre de los colores

Mientras me duchaba hoy domingo me encontré un cuento, escrito en pequeño en un azulejo, sin duda escrito por el duende de las mudanzas (del que volveremos a hablar):
En un país muy lejano, en tiempos remotos, vivía un hombre al que le gustaban los colores. Veía por ejemplo una piedra turquesa, de un determinado turquesa, no cualquier turquesa, y se decía, “cómo mola, ¡me lo pido!”. En aquél país se podían comprar colores, bueno, más que comprar habría que decir quizá adquirir, porque el mecanismo era muy diferente al que estamos acostumbrados a referirnos con la palabra “comprar”. Siguiendo con el turquesa, suponiendo que queremos adquirirlo, hay que ir ahora al funcionario de enajenación de turquesas, y solicitarlo. El funcionario consulta unas tablas gruesas (no maderas, hombre, las tablas son cuadros con muchos números y letras ordenados en matriz de filas y columnas), tablas en las que están los precios de los colores. Mira la columna de colores, convenientemente codificados, mira la fila de encabezado de áreas: no es lo mismo comprar el determinado turquesa en tres kilómetros cuadrados que en quinientos setenta y cinco mil, y por qué quinientos setenta y cinco mil, pues porque es la superficie aproximada de la Península Ibérica; así que decíamos que el funcionario mira la fila, mira la columna y mira también la altura: sí, sí, ¡es una tabla tridimensional!, la altura dice el tiempo, no vale lo mismo adquirir el determinado turquesa por media hora en 100 metros cuadrados que por trescientos años en quinientos setenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Así que el funcionario seguiría la fila, la columna y la altura y en la casilla de encuentro aparecería el precio, perdón, sería más adecuado decir “contraprestación”. Y, por ejemplo, diría, “pues este turquesa en las condiciones solicitadas te costaría trabajar siete meses para la maquinaria del Estado, más otros siete meses para pagar los correspondientes impuestos”. Las restantes condiciones las sabe cualquiera que vaya a adquirir, no nos aburramos con ellas.
Nuestro hombre fue así adquiriendo un turquesa, un naranja, un verde, un amarillo. En otros momentos prefería un negro, un marrón, un azul oscuro como pluma de cuervo. O también un blanco ligeramente amarillento, un gris claro, un verde manzana.
Así fueron pasando los años. Más años. 
Un domingo, mientras se tomaba su tostada mañanera, miró el abigarramiento de colores amontonados en el que vivía: ¡daba mareo!
“¿Y para esto llevo toda la vida trabajando?” Se preguntó.
Ea, ese es el fin. Bueno, el fin uno. Tenemos un fin alternativo, fin dos, que parece más pero sólo diluye:
“¡No, merluzo!”, le gritó por el empatífono el confesor de Hacienda.

Uúuh, tengo que cambiar esta foto por una de la piedra turquesa

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