
Ya sabes que al monasterio entran muchachos muy jóvenes,
niños, que en su juventud no conocerán otra vida que la monacal. Ese día que
decía antes estaba en el coro Esteban, un joven inquieto que entró así, de
niño. Cantaban con dulzura esas canciones en las que trituran infieles y patean
sus despojos contra el polvo mirando al cielo amorosamente. Pero son en latín y
los fieles no saben realmente de qué se habla, sólo cosas sueltas. Este Esteban
seguro que te parecería un buen mozo. Un día de calor que trabajara en el
huerto podrías haberlo visto a la hora de rellenar el cántaro, cómo se refresca
en la fuente la cara y el cuello, rojos y sofocados, el pelo castaño sudado, cómo
se descalza de las toscas sandalias y mete los pies cuadriculados por el sol y
ennegrecidos por la tierra y el sudor en el pilón; podrías haber visto sus
formas finas, de un muchacho dedicado a la oración y sólo en parte al rudo
trabajo del huerto. Te gustaría, me parece.
No sé cómo puede ser que en la penumbra de la iglesia se
vean como seres distintos, y más aún cómo pudieron ir estableciendo un lenguaje
mudo que les sirviera para apasionarse uno de otro y transmitirse su pasión.
Incluso creo que no hay tal lenguaje ni intercambio alguno de información, sino
sólo dos pasiones solitarias que por azar tienen objetos recíprocos. Bueno, sí,
eran jóvenes, y bellos.
Piensa que Esteban, sujeto a las reglas de la Orden, tiene
un padre tutor que le interroga cada día, que para ocultarle durante días y
semanas su estado de ánimo el joven ha tenido que intuir la necesidad de esta
doblez. Culpa, pues, y por tanto remordimientos, sufrimiento del alma. Ella
también sabe que es ilícito el objeto de su amor, y también sufre por eso. Así
que además de las naturales dudas de los enamorados, de su miedo a que el amor
del otro cese en cuanto dejen de verse, estos enamorados sufren por la culpa y
los remordimientos.
A Esteban lo enviaban los viernes al pueblo a llevar a un anciano
feligrés benefactor su dosis semanal de medicinas y de licor monacal.
Últimamente el instinto del joven lo acercaba por el arroyo, por la zona en
donde solían hacer las mujeres su colada. Y aunque, como sucede con algunos
animales, las mujeres se agrupaban para defenderse de posibles depredadores,
Elena buscaba la soledad de los recodos del arroyo para mejor reconcentrarse en
sus amores. Un día tenían que encontrarse, y sucedió después de varios desencuentros
de fugaces visiones huidizas. Él la vio de lejos y se paró y procuró hacer
ruido para no irrumpir furtivo; ella se sobresaltó pero quedó quieta a la espera. Se
miraron largamente; luego él se fue acercando, a intervalos, parando, ambos sin
dejar de mirarse. Cuando Esteban se sentó junto a Elena ambos estaban sufriendo
un incendio. Se tocaron las manos, la cara. No sigo, no sé cómo sigue, es que ya miré para otro
lado; Magdalena, suéltame la pierna.
No sé hasta dónde llegaron aquel día, ni si el encuentro del
siguiente viernes fue ya planeado, pero cuando a principios de otoño Elena
murió de unas fiebres, su cuerpo ya contenía el germen de una nueva vida que se
perdió con la suya. Esteban quedaría consumido por la culpa; y aunque confesó y
vive como un penitente no puede evitar pensar que el destino de Elena había
sido un castigo a sus pecados, los de él, sigue pensando aún en su vanidad.
- ¿Y fue un castigo?, pregunta Magdalena.
- Tanto pecado no podía quedar impune, mujer.
- Pero, ¿no me ibas a contar una historia
romántica?
- ¿Romántica?, ¿no era románica?
P.S. 21/03/13. No sé, no sé. ¿Convendrá añadir una última línea? Por la conveniente redundancia. Ahí queda para quien la quiera:
- Ay, Señor.
P.S. 21/03/13. No sé, no sé. ¿Convendrá añadir una última línea? Por la conveniente redundancia. Ahí queda para quien la quiera:
- Ay, Señor.
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