jueves, 21 de marzo de 2013

La niña del muerto

Estaba la mar en calma entre los esteros y la marisma. La marea baja dejaba al descubierto playas fangosas que relucían al sol dorado de la tarde tarde. Si hubiésemos podido volar, como las aves que vuelan, habríamos visto una ría lodosa entre tierras cubiertas de juncos. Al subir un poco más veríamos que esa pequeña ría, con los garabatos de los meandros que se crían en las aguas planas, forma parte de otra ría de la misma forma a mayor escala; así sucesivamente, veríamos un paisaje de arabescos barrocos poseídos de horror al vacío. Y pese a ser iguales, cada uno es único, no una copia; porque no hay un modelo, ni tampoco un autor: solo situaciones parecidas tallaron arabescos parecidos. El terreno estaba poblado de cangrejos violinistas que interpretaban una melodía asustadiza con la brisa y las olas al romper allá lejos. Bastaba el grito de un niño para dejar la playa despoblada en un segundo: todos los violinistas desaparecerían, cada cangrejo en su agujero. Todos esos chicos listos que levantaban la mano y el violín como para que el profe les preguntara, todos desaparecidos.

Un viejo requemado está sentado en un bote y tira un sedal hacia las aguas más profundas.
 - Niña, ten cuidado al andar por esas aguas, te tropieces con un muerto, que hay muchos.
 - ¡Na!, ¿pican?
- ¡Na!
El muerto es una piedra grande con un agujero para pasar una cuerda, y sirve de ancla para los botes. Vuelve la niña cargada con una de esas piedras.
 - Niña, qué haces, dónde vas con ese muerto atado al cuello, te tropieces y te ahogues.
 - No, voy ahí mar adentro hasta donde cubra y ya no pueda más y me ahogue.
 - Chiquilla --dice rijoso el viejo--, tan morena y tan guapa y vas a perderle el muerto a Jacinto.
 - Yo, cuando termine, se lo puede llevar.
 - Pero en lo hondo, y luego el juez y todo el lío.
 - Ay, bueno. No se puede hacer nada.

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