Mientras me duchaba hoy domingo me encontré un
cuento, escrito en pequeño en un azulejo, sin duda escrito por el duende de las mudanzas (del que volveremos a hablar):
En un país muy lejano, en tiempos
remotos, vivía un hombre al que le gustaban los colores. Veía por
ejemplo una piedra turquesa, de un determinado turquesa, no cualquier
turquesa, y se decía, “cómo mola, ¡me lo pido!”. En aquél
país se podían comprar colores, bueno, más que comprar habría que
decir quizá adquirir, porque el mecanismo era muy diferente al que
estamos acostumbrados a referirnos con la palabra “comprar”.
Siguiendo con el turquesa, suponiendo que queremos adquirirlo, hay
que ir ahora al funcionario de enajenación de turquesas, y
solicitarlo. El funcionario consulta unas tablas gruesas (no maderas,
hombre, las tablas son cuadros con muchos números y letras ordenados
en matriz de filas y columnas), tablas en las que están los precios
de los colores. Mira la columna de colores, convenientemente
codificados, mira la fila de encabezado de áreas: no es lo mismo
comprar el determinado turquesa en tres kilómetros cuadrados que en
quinientos setenta y cinco mil, y por qué quinientos setenta y cinco
mil, pues porque es la superficie aproximada de la Península
Ibérica; así que decíamos que el funcionario mira la fila, mira la
columna y mira también la altura: sí, sí, ¡es una tabla
tridimensional!, la altura dice el tiempo, no vale lo mismo adquirir
el determinado turquesa por media hora en 100 metros cuadrados que
por trescientos años en quinientos setenta y cinco mil kilómetros
cuadrados. Así que el funcionario seguiría la fila, la columna y la
altura y en la casilla de encuentro aparecería el precio, perdón,
sería más adecuado decir “contraprestación”. Y, por ejemplo,
diría, “pues este turquesa en las condiciones solicitadas te
costaría trabajar siete meses para la maquinaria del Estado, más
otros siete meses para pagar los correspondientes impuestos”. Las
restantes condiciones las sabe cualquiera que vaya a adquirir, no nos
aburramos con ellas.
Nuestro hombre fue así adquiriendo un
turquesa, un naranja, un verde, un amarillo. En otros momentos
prefería un negro, un marrón, un azul oscuro como pluma de cuervo.
O también un blanco ligeramente amarillento, un gris claro, un verde
manzana.
Así fueron pasando los años. Más años.
Un domingo, mientras se
tomaba su tostada mañanera, miró el abigarramiento de colores amontonados en
el que vivía: ¡daba mareo!
“¿Y para esto llevo toda la vida
trabajando?” Se preguntó.
Ea, ese es el fin. Bueno, el fin uno.
Tenemos un fin alternativo, fin dos, que parece más pero sólo
diluye:
“¡No, merluzo!”, le gritó por el
empatífono el confesor de Hacienda.
Uúuh, tengo que cambiar esta foto por una de la piedra turquesa |
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